La Voz de Cuba Libre
Por Roberto Jiménez
ENVIO ESTO CON EL OBJETO DE NO OLVIDAR LOS CRIMENES, QUE CON EL PASAR DEL TIEMPO SE NEUTRALIZAN.
RELATO DEL SACERDOTE  CAPUCHINO ESPAÑOL OLEGARIO DE CIFUENTES, TESTIGO Y CONFESOR DE AQUELLOS  HOMBRES FUSILADOS POR EL CASTRISMO AQUEL:
       12 DE OCTUBRE  DE 1960: LA MASACRE
Todavía  por aquel tiempo era política del gobierno castrista permitir la  asistencia de sacerdotes a los que iban a ser ejecutados en el paredon  de fusilamiento.  Era una forma de proyectar  una imagen engañosa para encubrir ante la opinión mundial y nacional la  verdadera naturaleza de un proceso en el que, poco después, se desató  una campaña nacional rabiosamente anticlerical y antireligiosa en  general.  También así se ganaba tiempo para  preparar las condiciones que permitieran manipular las reacciones  adversas que se derivaran de los futuros pasos ya programados en el  secreto esquema totalitario.
El  grupo que en este caso se proponían ejecutar tenía la característica,  sin precedente hasta aquel momento, de que no se trataba de personas  vinculadas real o falsamente a crimenes cometidos por el régimen  anterior.  En cuanto a Porfirio Ramírez - el  más conocido y popular - se trataba de un dirigente estudiantil de  origen campesino, que se había alzado en armas contra Batista, por lo  que al triunfo revolucionario ostentó grados de capitán, y  habiendo  retornado a la vida civil, se convirtió en figura nacional como  dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria de la Universidad  de Las Villas.  Plinio Prieto y Sinesio Walsh fueron también oficiales del  Ejercito  Rebelde, José Palomino fue un intachable integrante del Ejército Constitucional.
Fue  por todo ello que los verdugos accedieron a la petición de Plinio  Prieto, recién nombrado jefe de las guerrillas en El Escambray contra el  gobierno castrista, de formación católica, para  que se le permitiera ver a un sacerdote antes de ser fusilado. 
El  juicio, montado como un vulgar circo en el campamento militar “Leoncio  Vidal”, de Santa Clara, tuvo lugar durante el día 12 de Octubre.  En  las calles de la ciudad se reprimían manifestaciones por la vida de “El  Negro” Ramiíez como le apodaban al capitán Porfirio Ramírez, muy  querido por la población local.  Al caer la noche se anunció un receso en el juicio hasta el día siguiente para dictar sentencia.  Así fue anunciado  también  por los medios de comunicación nacional, lo cual dio lugar  posteriormente a que se generalizara la idea errónea de que la ejecución  habia tenido lugar el 13 de octubre.
Aquella noche, sin embargo,  unos  militares tocaron apresuradamente a la puerta trasera de la iglesia “La  Pastora”, de Santa Clara, atendida por sacerdotes Capuchinos, para que  “un cura” los acompanara al momento y sin excusas.  El  tal cura resultó ser el fraile español Olegario de Cifuentes, aldeano  recio, ya maduro, quien había sufrido en su patria los horrores de la  guerra civil española.
A  la mañana siguiente el padre Olegario expuso con detalles, a un  compañero universitario de Porfirio, todo lo sucedido aquella noche.  Poco tiempo después, ya expulsado de Cuba, reiteró el mismo relato en varias comparecencias públicas desde Caracas Venezuela.  Este, en síntesis, fue su testimonio:
El  sacerdote fue conducido discreta y apresuradamente al campo de tiro  militar “ La Campana” , ubicado en una zona rural no lejos de la ciudad  de Santa Clara, donde se encontraban los prisioneros fuertemente  custodiados.  El ambiente era de preparativos acelerados en medio de una evidente improvisación.  A campo abierto el padre Olegario dedicó unos minutos a cada uno de los cinco hombres que iban a morir.  Confesaría  a la mañana siguiente, todavía conmocionado, que a pesar de ser un  hombre curtido por su experiencia personal en España, nunca podría  olvidar la serenidad y la convicción conque aquellos hombres  le hablaron de las razones por las que iban a  morir.  Repitió -como quien cumple una misión,  de  la que hacía partícipe a su interlocutor, quien esto escribe- detalles  como las palabras conque Plinio le transmitiera su mensaje final: “Muero confiando en Dios y en los hombres”, y como los cinco bromeaban entre sí y desafiaban con su valor natural a los militares presentes.  Por  ejemplo, expresó que Porfirio tenía en su boca un tabaco sin encender y  uno de los militares se acercó y le ofreció la llama de un fósforo, a  lo cual “El Negro” le contestó con una carcajada que no era hora de  preocuparse por ese detalle  si en unos minutos se lo iban a llenar de huecos.
Poco después de las 9 P.M. se improvisó apresuradamente el escenario.  Las luces de los jeeps y camiones militares se concentraron en los prisioneros, todos de pie y atados.  Ninguno aceptó que le vendaran los ojos.  Frente  a ellos se organizaron los integrantes del pelotón, distribuídos en dos  filas: unos delante, rodilla en tierra, y los otros parados detrás.  Todos con armas automaticás, cuyas ráfagas se repetieron sin cesar mientras los cuerpos caían.
Al cabo del crimen se impuso un pesado silencio que duró largos minutos.  Los verdugos y sus cómplices presentes quedaron paralizados, nadie se atrevía a acercarse a los cuerpos sin vida. 
Conto el padre Olegario que se vió precisado a  asistir  al médico forense, pudiendo constatar que algunos, como Porfirio,  tenían impactos de frente en la parte superior del cráneo y en la  espalda, por haber caído hacia delante, y otros los presentaban debajo  de la mandíbula con desgarramientos  a sedal en el pecho, por haberse proyectado su cuerpo hacia atrás con las primeras ráfagas. 
Una verdadera masacre.
Con ese crimen pretendían ahogar en sangre y terror al incipiente brote guerrillero de El Escambray.  Sin embargo, no sólo en El Escambray, sino en toda Cuba  - inclusive  donde no existían montañas -  se multiplicaron durante años los grupos de alzados, con derroche de heroísmo sin límites.
Este  testimonio lo escribí por el compromiso que el padre Olegario me  transmitió aquella mañana en la Iglesia "La Pastora" de Santa Clara.
Roberto Jiménez


